A los 17 y en plena efervescencia estudiantil, tomamos el extraviado tornillo y como un proyectil davidiano, usando la mano como honda, lo lanzamos sobre la humanidad de algún policía que reprime nuestras protestas de no sé qué.
A los 23, caminando acompañado de la decimoquinta “más hermosa princesa que jamás hayamos conocido”, recogemos el tornillo y cual hacha hiriente perforamos la suave textura de un anciano árbol, claro tapando con disimulo las anteriores escrituras, colocamos ambos nuestras iniciales, borladas de un plagiado y estúpido corazón.
Cuando llegamos a los 35 años el mismo tornillo lo tomamos pensando que puede servirnos para colocar ¿una repisa por ejemplo?, y lo llevamos a la casa cobijado por nuestro pantalón, sin tener en cuenta que como cuchilla nos podría taladrar un hueco en los bolsillos, ¡Ah! y sin pensar el tremendo zaperoco que formará nuestra mujer, cuando le toque lavar la mancha sobre nuestra acuchillada ropa.
A los 40, cuando nos toque que colocar esa repisa, recordamos que tenemos el tornillo que hace un tiempo rescatamos de la desidia humana y es el que justamente puede matrimoniarse con la mecha de nuestro taladro ¿y qué pasa?, no nos acordamos donde carajo guardamos dicho tornillo.
Y, a los 70, hurgando las cosas (que se parecen a uno mismo) oxidadas por el tiempo, conseguimos el tornillo,
…le damos vueltas y vueltas, luego rascándonos la cabeza, ni siquiera nos acordamos “para qué coño sirve esta vaina”
simón oliveira
agosto 2009
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